Siguenos en:

lunes, 20 de junio de 2011

PRÓLOGO: Hemos visto al enemigo y somos nosotros, por Shodai J. A. Overton-Guerra

A veces, en el transcurso de la existencia de una especie, eventos fuera de su control se presentan con potencial cataclísmico: cambio climático, evolución de otra especie competidora, desaparición de otra sustentadora, etc. Somos seres tremendamente peculiares en el sentido de que nuestro presente existencial – el qué somos y el dónde estamos – es una integración sinergética entre el medio ambiente natural, el cultural (que abarca la historia, la tecnología y la civilización), y la larga lista de decisiones que hemos tomado durante nuestra existencia. En nuestro caso particular como especie el cataclismo proviene no tanto de cambios exteriores sino de conflictos internos, conflictos que amenazan, como un tremendo huracán, a diezmar nuestro progreso, si es que no nuestra misma existencia.


La metáfora del huracán es válida. Los huracanes son fenómenos naturales de tremendo poder devastador; de hecho, contrario a la perspectiva popular, su efecto destructor no se transmite a lo largo de una trayectoria rectilínea, sino que se manifiesta en un espacio tridimensional. Característica de la estructura del huracán es el tremendo contraste entre la calma y claridad visual desde el ojo, espacio de unos 30 a 60 kilómetros de diámetro, y la gran turbulencia demoledora de la pared que lo rodea y donde se encuentran las nubes más densas, donde existe la menor visibilidad, y donde se localizan los vientos más violentos y catastróficos. Metafóricamente hablando al menos, es desde la calma del ojo del huracán donde se puede mejor analizar el desastre que se ocasiona a su alrededor.


Otro detalle metafórico muy apropósito del huracán es que se forman cuando dos frentes de aire con gran diferencial de presión y temperatura chocan en un ambiente propicio. Los grandes huracanes de la historia humana se han formado como resultado de choques, bajo ambientes propicios, entre grandes disparidades socioeconómicas – de riqueza y de miseria – como es el caso entre los EE.UU. y México, y entre los EE.UU. y la cadena de miseria que extiende desde su vecino meridional hasta el extremo del continente sudamericano. El huracán resultante lo podemos llamar en este caso “el narcocomercio” y la devastación aun ni comienza a manifestarse.


Desde el ojo del huracán es una colección de artículos y ensayos sobre un tema muy importante: la evaluación existencial del ser humano, una consideración objetiva en cuanto a ¿quién somos y dónde estamos? La idea fundamental de la obra comenzó con un pretendido estudio sobre la psicología del terrorismo a raíz del 11 de septiembre del 2001, pero casi antes de abordar la obra el horizonte de mi perspectiva amplió, y amplió, conforme el punto de vista que apodera a esa perspectiva se desplazó considerablemente hasta hallar, lo que en presente siento, intuyo, y razono, ser el auténtico ojo objetivo en la tormenta en la que nos encontramos.


A medida que escribo estas palabras al mediodía del 30 de mayo del 2010, domingo, la tremenda calma de mi consultorio personal contrasta inmensamente con la devastación que ocurre a mí alrededor. El cataclismo del derrame petrolero en el golfo de México continúa sin tregua; Corea del Norte y Corea del Sur se acercan cada vez más a un conflicto potencialmente nuclear; el estado de México amenaza colapsar ante la corrupción gubernamental propiciada por los beneficios del mercado ilícito de narcóticos; en Jamaica la población se alza contra las fuerzas de seguridad de su propio gobierno para proteger a un criminal de una orden de extradición a los EE.UU.; y la amenaza de un ataque con armas de destrucción masiva por parte de grupos terroristas Islamistas contra casi cualquier país de primer mundo permanece ubicua; etc., etc. Nuestra naturaleza corrupta no ha cambiado, no ha aumentado ni ha disminuido, pero el impacto potencial de nuestra corrupción sí – y dramáticamente además.


Algo serio sucede con el ser humano que amenaza con nuestra destrucción. Para entender de qué trata ese “algo serio” tenemos que tomar un punto de vista objetivo y panorámico que nos permita poner todo en perspectiva integral. Para comenzar, debemos reconocer que en casi todos los desastres provocados por el ser humano que se desenvuelven en la actualidad o que amenazan por desatarse, había la posibilidad de haberlos evitado; incluso más allá de eso, había amplia información que los predecía. Es decir, dónde estamos y quiénes somos es el resultado de malas decisiones – o de malas intenciones que han ocasionado nuestro estado presente de crisis masivo. Pongamos por caso a los eventos del 11 de septiembre del 2001: hay que lograr entender tanto los procesos mentales y los patrones emocionales que motivaron tales acontecimientos, como a los argumentos auto-ilusorios que llevaron a sociedades y gobiernos a ignorar las señales de aviso que proclamaron y predijeron la ocurrencia de los mismos. Estamos atrapados entre la espada y la cruz: las causas de las crisis de nuestra actualidad, tal vez de toda actualidad, se encuentran entre la maldad (la avaricia, la discriminación, el racismo, etc.) de unos y la estupidez (la ignorancia, la superstición, la arrogancia, etc.) de otros que no toman las medidas necesarias para prevenir la maldad de los primeros.


Esta obra colectiva consiste en un análisis de una de las características más neuróticas, irracionales, y a menudo más destructivas de la constitución mental de nuestra especie. Un tema fundamental que irremediablemente vamos a tratar es la neurosis colectiva que encuentra sus orígenes en las contradicciones irresolutas entre nuestra fe religiosa y nuestro pensamiento racional; entre las disciplinas de la razón, y las prácticas de la fe religiosa; entre los principios filosóficos que inspiran una sociedad libre, y las creencias dogmáticas que sostienen las instituciones religiosas fundamentalistas. En esencia hablo de dos frentes, con tremendos diferenciales de presión y de temperatura, que se chocan aquí en el siglo XXI. Estos dos frentes, llamémoslos “fe” y “razón” – fuerzas antagónicas operando conjuntamente en nuestra psique – han estado encaminados a colisionar desde quizás antes de la evolución de nuestra especie Homo sapiens sapiens. A lo largo de los siglos, e inspirados principalmente por los esfuerzos intelectuales de la filosofía occidental, el creciente papel de la ciencia y de la tecnología en el transcurso de la civilización ha puesto a estos dos frentes en confrontación directa. Ahora en el siglo XXI se encuentran en colisión inevitable: el resultado es que la pared del ojo del huracán, y la devastación resultante, es principalmente el resultado de una tormenta interna.


El siglo XXI resulta ser un periodo difícil para el desarrollo intelectual de nuestra especie, particularmente en el mundo occidental. Vivimos en una era en la que hemos perdido la fe en la capacidad de la razón para ofrecernos respuestas a nuestras preguntas trascendentales, mientras que las respuestas que nos ofrece la fe a esas mismas dudas nos resultan cada vez menos y menos razonables. Y sin embargo seguimos razonando y tratamos de seguir creyendo. Seguimos alzando nuestras cabezas para rezar al cielo, aún cuando enviamos astronautas a la luna y sondas espaciales a través de la galaxia. Seguimos valorando y discutiendo los meritos del creacionismo, aún cuando la evidencia irrefutable de la evolución se expresa en nuestros propios cuerpos y nos inoculamos contra enfermedades sirviéndonos de avances médicos basados en la aplicación de la teoría evolutiva. Consideramos sacrosantos los principios de una religión – la nuestra – aún cuando nos damos cuenta de que se contradicen por los preceptos igualmente dogmáticos de otra vecina. De hecho, sometemos a las doctrinas de otros al filo implacable del bisturí analítico, cruelmente deleitándonos en divulgar y pregonar las inconsistencias y absurdidades de su sistema de creencias, mientras que guardamos celosa, aunque tenuemente, nuestro sistema de valores del crítico ojo racional propio y ajeno. Seguimos empleando términos e ideas en nuestra habla cotidiana como ‘alma’ o ‘espíritu’, aferrándonos a sus connotaciones místicas aún cuando los psiquiatras, los neurocientíficos y los neurólogos nos demuestran, una y otra vez, que todos los aspectos de nuestras mentes tienen sus orígenes en la actividad electroquímica de redes neuronales en nuestro cerebro.


La mente humana es un dominio vasto de ideas, de creencias, de perspectivas, y de esquemas a menudo incongruentes e incoherentes. Los psicólogos han sabido desde hace tiempo que para mantener estas inconsistencias precisamos de suficiente distancia temporal entre las ideas conflictivas para evitar que seamos conscientes de las incongruidades que manifiestan. Una vez que las posiciones contradictorias se presentan simultáneamente en el escenario constreñido de nuestra mente consciente y nos alertamos de la contrariedad evidente experimentamos un estado insostenible de inestabilidad mental conocido como “disonancia cognitiva”, un estado que requiere resolución. A veces, la inversión psicológica en una posición es tan extrema que desarrollamos barreras mentales muy sofisticadas para evitar que las contradicciones nos resulten aparentes. Para que la mente humana pueda sostener dos formas contradictorias e incompatibles de conectar, de estar, de interaccionar con el universo tiene que haber una separación, un bloqueo, o una disociación patológica entre aspectos de nuestra personalidad o de nuestros procesos mentales y de nuestra consciencia fundamental; una disociación comparable a un “desorden de identidad desasociada” (anteriormente “desorden de personalidad múltiple”) o de esquizofrenia, que imposibilitan la integración mental del individuo y que fomentan la autoenajenación del mismo. Las consecuencias patológicas de tal grado de inconsistencia solamente pueden evitarse si una de esas modalidades de encajar, de interaccionar, y de estar en el universo es definitivamente subordinada a la otra. No se puede servir a dos amos a la vez.


A lo largo de la historia de nuestra especie, los valores religiosos impuestos por las autoridades sociales han consistentemente mantenido a la razón subordinada a la fe. De hecho, los poderes imaginarios de fuerzas inéditas e invisibles y las demandas supuestas, especuladas, de entidades inmateriales han sido más que suficientes para justificar las más estrictas jerarquías sociales, los más extensos y sanguinarios sacrificios humanos, y las políticas genocidas más espantosas: no hay atrocidad que no se haya cometido en nombre de algún u otro dios. El teólogo y filósofo del siglo XIII, Tomas de Aquino – Santo Tomas de Aquino – muy acertadamente resumió ésta relación tradicional entre la fe y la razón, entre las ciencias y la religión, cuando expresó que la filosofía era apenas la mucama de la teología: “la teología no adopta a las otras ciencias como sus superiores, sino que las emplea como sus inferiores y sus sirvientas.”


Para llegar a comprender hasta qué punto esta neurosis disociadora (auto-alienadora) está arraigada en la mente humana, debemos considerar cuidadosamente las funciones que la creencia y la razón desempeñan en nuestra psique. La creencia es la aceptación acrítica (sin discernimiento crítico) como conocimiento a aquello por lo cual, en el momento presente al menos, no hay evidencia. Cuando la creencia se aplica a nuestras ideas religiosas y a lo sobrenatural, se convierte en fe, y dada la inversión y el compromiso emocional (Ej., a la vida ‘eterna’ después de la ‘muerte corporal’) para y con esa creencia, ésta adopta una nueva dimensionalidad emocional que inhibe el análisis critico. La razón es la capacidad intelectual de comprender y de inferir la validez de la evidencia y de buscar la confirmación (por medios empíricos o por deducción o inducción lógica) de lo que constituye el conocimiento y la realidad. En la mente sana y bien adaptada, la creencia y la razón cooperarían como dos modos complementarios de estar en, y de relatar con el mundo y de navegar a través de la realidad; creencia y razón armonizarían conforme la mente-cerebro interpreta eventos y dirige nuestro mundo interior y nuestra conducta. En tal contexto mental, equilibrado, sano y adaptado, las creencias servirían como indicaciones o conjeturas temporales en la ausencia de la confirmación empírica o al menos lógica. La razón, por lo contrario, nos ampliarían los límites de lo conocido y de lo cognoscible a través de un consenso objetivo subordinado a un procedimiento metódico – el método científico por definición.


Ambos, la creencia y la razón, tienen su lugar en el funcionamiento psicológico y cognitivo del individuo bien adaptado. De hecho, con frecuencia tenemos que tomar decisiones y desempeñar conductas basándonos en información que suponemos o creemos ser correcta (o casi correcta), ya que el escepticismo continuo aplicado a todas las cosas que no pueden ser empíricamente confirmadas incapacitaría el individuo relegándolo a una especie de parálisis neurótica. Desde la perspectiva evolutiva, aquellos individuos que insistieron que el tigre se mostrara a plena vista antes de emprender su escape del mismo o eran corredores extremadamente veloces o efectivamente se auto-excluían del acervo genético librando a la siguiente generación de su potencial estupidez hereditable. En un ejemplo más actual, nos inscribimos en programas académicas extensos, con frecuencia a gran costo personal y económico, bajo la suposición, la creencia, de que nuestras vidas serán lo suficientemente largas como para beneficiarnos de la inversión. La creencia implica la conclusión o acabamiento mental de un patrón incompleto. En el ejemplo del tigre, oímos sonidos, leemos señas, u observamos el comportamiento de otros animales y pájaros que nos rodean; entretanto nuestra mente-cerebro completa el escenario (¡tigre!) y activa una respuesta conductual acorde al mismo (¡corre!). Información suficiente se nos presenta sobre la situación que, desde el punto de vista probabilístico, nos sentimos lo suficientemente seguros como para actuar como si la presencia del felino fuese completamente confirmada.


Igualmente inadaptado es desesperadamente aferrarse a una creencia tradicional (religiosa) mientras que nos empecinamos neciamente a negar toda evidencia empírica que la contradiga. Aquellos participantes en la Rebelión de los Boxers de finales del siglo XIX y principios del XX en la China que creían que sus poderes esotéricos marciales les iban a rendir impérvios ante las balas occidentales lo hicieron a gran costo personal – de hecho entre 50,000 y 100,000 sucumbieron ante su estupidez. De igual manera, los ritos ceremoniales del amerindio sirvieron de bien poquito para poner un alto a la invasión de colonizadores europeos cuya superioridad tecnológica, y enfermedades infecciosas, demostraron ser abrumadoramente insuperables e impérvios a las encantaciones hechiceras de sus chamanes. Una vez que la evidencia empírica niega el supuesto patrón (la creencia), la mente-cerebro adaptada debería aceptar la evidencia, rechazar la hipótesis, y cambiar de parecer y de estrategia.


Si los temas que la mente-cerebro entretiene se limitaran a eventos externos o fenómenos que en última instancia son material óptimo para un análisis objetivo y racional, entonces no solamente sería nuestra constitución mental como especie sustancialmente más simple de lo que es, sino que no existiría ni la religión, ni el terrorismo fundamentalista religioso, ni el narcocomercio, ni – por ejemplo – la oposición entre la fe y la razón puesto que careceríamos por completo del sustrato biológico preciso (el cerebro humano moderno) para sostener tal dicotomía en nuestras mentes. Un ejemplo primordial es la existencia de nuestra relación con lo supernatural, conocido también como “cuestiones trascendentales”. Es precisamente ese apego emocional, de hecho la dependencia adictiva, con una relación con lo supernatural que presenta y representa el más alto nivel de la complejidad de nuestras representaciones mentales y de nuestros trastornos auto-disociativos y auto-enajenadores. Ciertamente, la maravilla evolutiva del órgano de la imaginación que es el cerebro humano trajo consigo una patología inherente que tenemos que diagnosticar y remediar si no queremos seguir el camino del resto de los homínidos que nos precedieron: la extinción.


La mente humana puede ser consciente de una enorme variedad de experiencias. A pesar de toda esta diversidad, las experiencias conscientes se pueden dividir en tres categorías amplias. Una categoría de estas experiencias consiste en nuestros estados internos como son (1) las emociones como la alegría, la tristeza, la ira, y (2) los impulsos fisiológicos, como la sed, el hambre, el dolor, o la fatiga. Una segunda categoría consiste en las experiencias que resultan de la información que nos llega del mundo exterior a nuestro sistema nervioso central, estímulos que infringen sobre nuestros órganos sensoriales y dan lugar a nuestras percepciones como la visión, la audición, el gusto, el olfato, la sensación táctil, el dolor, la posición de nuestros miembros, etc. Pero existe aún otra categoría de experiencias mentales constituidas por los sueños nocturnos, las fantasías diurnas, las memorias de eventos pasados, y las imágenes mentales que empleamos para resolver cierto tipo de problemas y formular escenarios mentales estratégicos. Lo que todos esos tipos de experiencias tienen en común es que están constituidas por imágenes en todas las modalidades sensoriales como la visual, la auditiva, la táctil, la olfativa, el dolor, la temperatura, etc., pero son creaciones de la mente-cerebro en ausencia de información del mundo exterior a sí mismo que contacte y estimule los órganos sensoriales. Colectivamente nos referimos a esa clase de experiencias como a imaginocepciones. Nuestro mundo experimental, ‘vivencial’, se constituye de emociones e impulsos fisiológicos, percepciones, e imaginocepciones, y estas experiencias no siempre están de acuerdo en cuanto a la información que relatan ya que pueden ser, como veremos a lo largo de los artículos de presente tomo, influenciados por esquemas errados, arraigados en hipótesis (creencias) desprovistos de fundamento empírico, objetivo, o racional.


Ambos la fe y la razón se basan en la habilidad de trascender la experiencia inmediata del mundo que nos rodea, del mundo accesible a los sentidos, para conectar con lo intangible, con lo inadvertido, para deducir lo que no está disponible, y enlazar en una relación metafórica (y simbólica) con el mundo que nos rodea: en otras palabras, para imaginar. El origen de la mente moderna se representa en el record arqueológico por dos clases de comportamientos: el entierro ritualista de los difuntos, y la creación del arte chamánico. Cada una de estas actividades es una expresión de un deseo de manifestarnos más allá del mundo inmediato concebible por los sentidos, y de establecer una relación con dominios o dimensiones imaginarios transcendentes y supernaturales.


Quizás la noción de dominios más allá del mundo ordinario de los sentidos comenzó con el descubrimiento de una consciencia en la forma de sueños (imaginocepción) mientras dormíamos y que nos transportaba a lugares bien distantes del mundo perceptivo de los sentidos al que nos despertábamos. Es posible que fuera a raíz de estas observaciones que comenzáramos a desarrollar ideas de la existencia de una parte ‘esencial’ del yo, de un ‘alma’, de un ‘espíritu’, y de su capacidad de ‘separarse’ del cuerpo para viajar a dominios distantes. Posiblemente fue en la observación de que la inmovilidad del cuerpo que caracteriza la fase del sueño REM mientras dormimos se asemeja a la muerte lo que dio vigor a la especulación de que esta parte ‘esencial’ de nosotros en la que reside la consciencia también emigra del cuerpo durante la muerte a otras dimensiones. Como fuera que tuviera lugar, el record arqueológico muestra que elaboradas teorías especulativas sobre la naturaleza de la “post-vida” entraron en existencia con la evolución intelectual de la mente-cerebro y de su concurrente facultad de la imaginación.


Por otra parte, mientras que es posible que estos desarrollos intelectuales de por sí sean responsables por la capacidad humana para el desarrollo de esquemas supernaturales, en sí no explican la necesidad por las mismas, necesidad que se confirma con la carencia de cualquier cultura humana sin una teoría o hipótesis tradicional respecto a lo sobrenatural. Para comprender esto debemos regresar a la complejidad característica de un ser social que puede experimentar remordimiento, miedo, o morriña encarado con la ausencia de alguien o de algo, y mayormente de ansiedad cuando enfrentado con la incertidumbre. El impulso intelectual a la imaginación y el deseo emocional de trascender la muerte y de existir en un dominio más allá de la percepción es tan innato a nuestra especie como cualquiera de nuestros más apremiantes impulsos biológicos, tales como la necesidad de reproducir o de comer. Es en la combinación del intelecto (la imaginación) y del complejo emocional de un ser social que desarrollamos la necesidad psicológica para la hipótesis de, o la creencia en, lo sobrenatural, es decir, para la fe, para la religión. Por consecuencia, la creación de esquemas imaginarios es tanto un producto de nuestra maquinaria cognitiva y afectiva (emocional) como lo son los desarrollos de la tecnología moderna que los desafía y los amenaza de mil maneras con la obsolescencia.[1] No obstante, las creencias concernientes a lo sobrenatural o trascendente, particularmente para el fundamentalista religioso, son a menudo las premisas sobre las cuales nos basamos todo lo que pensamos y/o sentimos: de ahí muchas veces las incongruencias e inconsistencias inherentes en nuestra conducta.


La creencia da significado a la vida, da una razón a nuestra existencia, y configura la forma en la que tratamos con y experimentamos al mundo. Para el hindú que verdaderamente cree en la reencarnación, los organismos de vida a su a alrededor adoptan un significado muy diferente que para el cristiano (creyente en la divinidad de Jesús) que cree que solamente los seres humanos están dotados de ‘alma’. La naturaleza del Nuevo Mundo fue vista, y tratada, de forma muy diferente por los colonos europeos cristianos, para quienes la naturaleza es un mero recurso concedido por Dios para ser consumido, que para el Amerindio, para quien la naturaleza es integral al dominio de lo sagrado. En otras palabras, los esquemas trascendentales, concernientes a la “post-vida”, impactan significativamente el “cómo” y el “de qué manera” vivimos nuestras vidas.


Son precisamente esos mismos esquemas transcendentales los que están bajo asedio constante en el mundo de la actualidad. Filósofos contemporáneos tienen un término para referirse al ‘estado de las cosas’ en nuestra era: posmodernismo. El zeitgeist o el “espíritu o esencia de nuestros tiempos” es uno en el cual nos podemos reconfortar con pocas verdades absolutas, y en el cual domina la decadencia de valores tradicionales, de conceptos como la moralidad o como el honor, y donde hay una inmensa incertidumbre en cuanto a la identidad, la sexualidad, el propósito de la vida, y de la naturaleza del bien y del mal. Estamos siendo amenazados y asediados por tal grado de inseguridad en todos los sentidos – mental, espiritual, física, y económicamente – que todo pierde su significado esencial; de hecho venimos a entender que nada tiene un significado esencial más allá de lo que uno le atribuye de acuerdo a la identidad que uno escoge para sí mismo – o de lo que otros le obligan a escoger.


Este estado del pensamiento colectivo de la civilización occidental fue previsto con gran acierto por varios pensadores a finales siglo XIX. Según Friedrich Nietzsche lo que estamos experimentando son las numerosas ramificaciones de la “muerte de Dios,” del derrumbamiento de los cimientos de creencias absolutas en los que se basan nuestra moralidad y nuestros valores tradicionales (judeocristianos y musulmanes) que daban motivo, servían de punto de referencia, y otorgaban un sentido de destino a nuestras vidas y a nuestras ‘almas.’ “Dios ha muerto y nosotros lo hemos matado,” dijo Nietzsche, y puesto que está muerto, añadió Dostoievsky, “todo nos es permitido” – aparentemente hasta nuestra propia autodestrucción. Como civilización no hemos logrado todavía encontrar una resolución al estado de disonancia psíquica – cognitiva y afectiva – resultante de (1) la pérdida de la creencia factible en la existencia, efectividad, o interés de la entidad suprema y (2) la correspondiente pérdida de la creencia factible en una existencia post-vida que, respectivamente, asegure nuestro bienestar (‘espiritual’) y nuestra continuidad eterna (‘post-mortem’). De hecho, psicológicamente, la característica central de nuestro mundo posmoderno podría ser precisamente la evasión neurótica de la toma de consciencia – no digamos de las consecuencias – de esos dos factores centrales de nuestra existencia. Las verdades que acechan, que acosan y que asedian al hombre posmoderno son simples: dios no existe y después de esto no hay nada. Con la muerte de Dios nace la era de Verdad (con ‘V’ mayúscula), de la Libertad por adoptar una identidad y de la Responsabilidad de vivir con nuestra elección. La importancia de la Identidad es un tema central e integrante de muchos de los ensayos de este tomo.


Como indicó Nietzsche, el advenimiento de la Verdad traduce en una crisis de significado, ya que, cuando nos enfrentamos con la extrema indiferencia del universo y la finitud de nuestra existencia no podemos sino preguntarnos “¿por qué (existimos)?” y “¿para qué (molestarnos)?” – mientras tanto nos tambaleamos al borde del gran abismo del nihilismo.[2] En la era posmoderna las enseñanzas de los grandes filósofos existencialistas que abogaron por la búsqueda del significado de la vida en la experiencia personal del individuo mientras aceptamos incondicionalmente la “indiferencia benigna del universo” (Camus), deja a la mayoría enfrentándose con el abismo insuperable de su propia desesperación, puesto que esa gran mayoría ni llega a la sofisticación filosófica necesaria para entretener el significado conceptual de un ‘ocaso nihilista’. Por lo tanto, el individuo posmoderno, incapaz de volver en el tiempo a la creencia en un universo ‘encantado’ (mágico, sobrenatural, divino), e igualmente incapaz de avanzar y trascender su dependencia infantil por la protección de entes sobrenaturales y por la continuidad ‘post-mortem’ de su existencia vital, permanece un fugitivo permanente del implacable espectro de su propia ansiedad existencial; existe en un estado de auto-alienación patológico similar a aquel que, aterrado por la imagen de su propia sombra, hace todo lo imposible por evitar ser incluso consciente de la existencia de la misma. La situación es gravemente patológica y seriamente volátil. A pesar de todo su genio y de sus tremendas introspecciones en cuanto a la existencia (y hasta cierto punto de la naturaleza) del ‘subconsciente’ humano, Freud estaba completamente equivocado cuando predijo el ocaso de la religión una vez que la humanidad hubiera madurado más allá de la necesidad de la protección paternal divina. Es posible que fuera su propia gran madurez intelectual la que le hizo incapaz de comprender hasta qué punto la creencia en la existencia de entidades sobrenaturales protectoras (incluyendo la creencia en uno o más seres supremos) y de un inframundo (dominio ‘post-vida’) resuenan en la psique humana.


Conforme la ciencia exigía pruebas y evidencias, y el último bastión de la religión (occidental) venia a ser la creencia absoluta, la fe ciega se convirtió en el minotauro para ser degollado. La ciencia logró su propósito, pero mientras que el minotauro de la fe ciega, protector de dios y de la pos-vida, yace difunto, nos encontramos a la vez victoriosos y perdidos, extraviados en el laberinto de muros encriptadas de nuestra época, una época de crisis de verdad y de crisis de realidad, y por lo tanto de crisis de identidad y de significado.


Es importante revisar exactamente cómo llegamos a este estado crítico. Como Teseo entrando al laberinto para combatir la bestia-humana es muy probable que precisemos del hilo de Ariadna para retroceder nuestros pasos y alcanzar la seguridad de la salida. En el proceso, al descubrir la historia de nuestra patología, descubriremos que nuestra crisis no ocurrió solamente con el advenimiento de las ciencias, sino que fue catalizada por los encuentros multiculturales de nuestro Pueblo Global y asistida en gran medida por las crecientes disparidades socioeconómicas entre clases sociales y regiones políticas: disparidades de tal magnitud que en la naturaleza ocasionarían huracanes. Ciertamente las ciencias no pueden atribuirse la verdadera victoria; las religiones occidentales ante todo contenían las semillas de su propia destrucción al precisar de doctrinas absolutas y refutables como son la creación del mundo en x días, o la creación del ser humano en imagen y semejanza de Dios. Conforme el mundo se encogió experimentamos creencias contrapuestas a, y a veces rivales de, nuestras nociones del universo y de nuestro lugar en él. Al final, la derrota de la teoría monoteísta del convenio con un dios protector viene a ocasionarse tanto en las contradicciones y en las inconsistencias dentro de un mismo esquema religioso, como en sus incompatibilidades en comparación con otros esquemas igualmente apremiantes.


Es aquí, en ambos frentes – el de la inconsistencia interna y el de la incompatibilidad comparativa externa donde más daño ha sufrido la tradicional fe religiosa basada en el convenio monoteísta. En el siglo XIX y hasta mediados del siglo XX se llevaron a cabo esfuerzos, por medio de figuras como Carl Jung y Joseph Campbell, para superar el desorden de esta situación proponiendo perspectivas según las cuales todas las religiones del mundo de algún modo profesaban las mismas verdades. No obstante, estos intentos estaban predestinados al fracaso en espera a perspectivas más eruditas, y más objetivas, que nos revelaran los detalles, los hechos, y hasta las mismas premisas esenciales de las religiones individuales. De hecho, mientras que es cierto que existen grandes similitudes entre las tradiciones religiosas mundiales, son muchas, demasiadas, las incompatibilidades para poder ignorarlas. La creencia cristiana en ‘un alma’ para ‘un cuerpo humano’ es incompatible con las doctrinas hindúes de la reencarnación, y ambas se contradicen por la declaración del Buda de ‘anatman’ o de “no alma.” Para los judíos y los musulmanes, la idea de un hijo de Dios (tal y como los cristianos ven a Jesús) contradicen sus nociones sobre el monoteísmo: la Santa Trinidad es una violación fundamental de la doctrina de un solo Dios. Por otra parte, para el cristiano (católico o miembro de cualquiera de las más de cuatrocientas cincuenta denominaciones Protestantes) la divinidad de Cristo es central; rebate este punto y la integridad ideológica del sistema de creencias se disuelven como un castillo de arena ante la implacable marea.


Hasta ahora he argumentado que los orígenes de actos aparentemente irracionales tales y como los propios del terrorismo religioso fundamentalista, se pueden ubicar en la fricción psicológica y emocional entre la razón y la fe, entre las ciencias y la religión. Además, he afirmado que el aumento del multiculturalismo y de la comunicación entre las diversas y dispares culturas características del Pueblo Global ha traído consigo el contacto, y la oposición, entre creencias religiosas que antaño estaban confinadas a estrechas y exclusivas regiones sociopolíticas. Este sometimiento a esquemas trascendentales incompatibles aumenta la inherente incertidumbre propia de cualquier sistema religioso. En este sentido el dogmatismo rígido propio de los sistemas religiosos monoteístas occidentales – el judaísmo, el cristianismo, y el Islam – que profesan verdades absolutas se vieron mucho más afectadas que las tradiciones orientales, algunas de las cuales, como las diversas vertientes del Budismo como el Zen, se presentan como más factibles y adaptadas ante las necesidades psicológicas del ser posmoderno.


No obstante, para acabar de entender las crisis en las que nos hallamos no basta recurrir a la insolvencia del sistema internacional de creencias y de valores; hay también factores socioeconómicos y políticos adicionales por considerar para apreciar la compleja condición patológica propia del mundo actual. La trascendencia concierne a cómo nos relacionamos con el universo en una manera que extiende más allá de los límites de nuestra vida. En cuanto más se asemeja esta vida a un valle de lágrimas, más apremiante, y más psicológicamente indispensable se convierte la creencia en la post-vida. No es sorprendente, por lo tanto, que el fundamentalismo religioso Islámico y el culto a la Santa Muerte en México, sean ambos propios de las economías de tercer mundo, o de las clases sociales más desaventajadas del primero. Para aquellos de nosotros criados en el occidente y que han beneficiado de los cambios repentinos ocasionados por las ciencias y la tecnología, las cuestiones trascendentales puede que sean difíciles de reconciliar con la realidad que nos rodea, pero las conveniencias y las comodidades de nuestra existencia material nos ayuda a enfocar en el valor del aquí y del ahora – precisamente es por eso que el mundo occidental se lanza tan desesperadamente hacia el consumo material.


Pero para aquellos que se quedaron atrás por el cambio, para quienes cuyas circunstancias culturales o sociales permanecen propias de la Edad Media, el progreso científico y tecnológico es el enemigo que se plantea no solamente en un frente material externo, sino más significativamente en un frente espiritual o religioso interno. No es solamente la calidad de sus vidas que está bajo ataque, sino que es también la validez racional de su existencia en la post-vida la que está en jaque. Además, para los individuos del tercer mundo con una educación religiosa tradicional que quedan expuestos a los principios y a las teorías de las ciencias, la disonancia cognitiva es aun mayor ya que la nueva información sobre la naturaleza de la realidad que adquieren desafía a sus creencias – y con ellas a su identidad y a su concepto de la realidad y de la post-vida – desde sus mismos cimientos. Vemos por ahora al menos tres reacciones ante estas circunstancias, todas tremendamente peligrosas para la estabilidad del mundo occidental en general y para la seguridad de los Estados Unidos en particular: el terrorismo fundamentalista religioso (Islámico o cristiano), el culto a la muerte propio del nuevo movimiento religioso mexicano de la Santa Muerte, y el consumo masivo de sustancias estupefacientes.


Para la mente religiosa musulmana o protestante, rodeada de lo posmoderno, sometida a la depravación económica del tercer mundo o del “tercer mundo en el primero,” y desafiada por los valores de otras culturas, la tentación de la postura fundamentalista – el ceñirse a la verdad absoluta de sus creencias religiosas – ofrece un módico de seguridad psicológica por la cual merece la pena matar o morir y que inspira demasiadas veces reacciones violentas propias de un animal que se percibe acorralado. Los eventos trágicos del 11 de septiembre del 2001 hicieron presentes para el público americano e internacional las violentas y a menuda ignoradas facetas del fundamentalismo religioso. Ideas fundamentalistas en cuanto a la “verdad absoluta” chocan cada vez más y más con las nociones del “relativismo” o del “perspectivismo” propias del mundo posmoderno. En los mismos EE.UU. agendas políticas que surgen de movimiento teocráticos inevitablemente chocan, y seguirán chocando, con conceptos democráticos de la libertad de escogencia como en el caso de los derechos al aborto. Los proponentes del creacionismo que se adhieren a una interpretación literal y particular de un antiguo texto religioso, pretenden argumentar de igual a igual a favor de su visión mítica del mundo y en contra de la teoría evolutiva del mismo. Resultaría cómico si no fuese tan trágico: no contentos con intentar ganar posición en el debate libre de ideas, igualmente recurren a la violencia convencidos del mandato divino de su causa. Recuerden que la política del Destino Manifiesto y de la Doctrina Monroe son meras aplicaciones de la presunta favor divino del cual goza los EE.UU. (“In God We Trust”) que le otorga el derecho de imponerse a sus vecinos, especialmente a los de origen no anglosajón.


En México la repentina aparición y popularidad de la Santa Muerte, religión que cultiva la adoración a la muerte como deidad, acompaña la creciente oleada de violencia, de crimen, y de inestabilidad sociopolítica dominante en todos los estados del país – pero también presagia, evidencia, y representa la falta de creencia en un Dios efectivo. En México, donde el convenio social brilla por su ausencia, cada día se más pierde de vista en convenio divino. Categorizado recientemente por el JOE 2008 como un estado de posible colapso repentino debido precisamente a la impotencia y corrupción gubernamental, México ostenta casi un 40% de su población viviendo en condiciones de pobreza y un 10% en pobreza extrema. No debería ser sorprendente, bajo estas condiciones, que surgiera un culto a la muerte que sirviera como amparo tanto para los criminales, los policías, los militares y la población general. La Santa Biblia de la Santa Muerte afirma lo siguiente: “en México se vive la muerte y para la muerte.La Santa Muerte es el amparo de todos aquellos que conviven con la muerte, es decir, de todos aquellos que viven con la inseguridad, que sufren la ansiedad de perder la vida en cualquier momento, y que a su vez viven bajos condiciones tan plagadas de angustia que nada de la vida merece veneración. Ante el filo del abismo nihilista los adherentes a la Santa Muerte se lanzan en picado hacia su propio ocaso. El terrorista fundamentalista religioso y el creyente en la Santa Muerte tienen algo muy peligroso en común para aquellos que benefician de una existencia en el aquí y el ahora: ambos creen firmemente que a través de la muerte van a lograr una vida mejor.


Pero la conducta patológica no reside exclusivamente en la irracionalidad de las acciones o de las creencias de ciertos individuos de acuerdo a sus ideales religiosos – como en el caso de aquellos que sacrificaron sus vidas para llevar a cabo ataques contra los EE.UU. el 11 de septiembre del 2001. La sintomatología de la neurosis, el patrón de síntomas característica del estado actual de nuestra civilización está plenamente difundida. Recordemos que la patología se muestra en la maldad de unos y en la estupidez de otros (o tal vez de ambas en los mismos). Ésta última – la estupidez – se manifiesta particularmente, por ejemplo, en la forma en la que los EE.UU. se niega a reconocer el peligro inherente a su propia seguridad ocasionada por la existencia de países de tercer mundo repletos de miseria económica tan próxima a – o colindante con – sus fronteras nacionales. La tremenda diferencia entre la riqueza económica de los EE.UU. y de tantos de sus países vecinos, notablemente México, metafóricamente forman dos frentes de enorme diferencial de temperatura y presión y da lugar potencial a una constelación de huracanes que amenazan batir, sino arrasar, a la seguridad física y psíquica de la última superpotencia. Estamos viendo el temporal manifestarse con la creciente oleada de violencia del narcocomercio mexicano en territorio americano.


También se muestra la estupidez en la forma en la que el primer mundo trata de escapar de la Verdad mediante el uso y abuso de sustancias intoxicantes como el alcohol, los narcóticos ilícitos o los narcóticos de receta. Recordemos que el consumo promedio de los EE.UU. de narcóticos ilícitos es más que el doble de la tasa mundial. Es decir, mientras que el fundamentalista religioso (Islámico o Protestante) contempla la destrucción del mundo confiado en que asumirá una posición privilegiada en el paraíso, y mientras que el mexicano venerador de la Muerte como dios decide negociar directamente con la misma como ‘causa’ (agente causante de su mortalidad) y como ‘destino’ (agente guardián de ‘la post-vida’), dejando como obsoleto el convenio divino, el norteamericano decide buscar el escape ocasionando su propia inconsciencia y progresiva, o repentina, autodestrucción. Los tres resultan ser respuestas o conductas netamente inadaptadas al mismo problema: la crisis existencial posmoderna. En todo caso el ser humano teme, más que nada, el efecto libertador de la Verdad que le impone una responsabilidad de acuerdo a sus capacidades intelectuales: escoge tu propia identidad, forja tu propia realidad. Espantado de lo que esto implica muestra su predilección por la destrucción propia y ajena. Aun en el caso del narcoconsumo, si tomamos en cuenta el adagio capitalista de la ley de la oferta y la demanda, el tremendo mercado americano no puede sino corromper cualquier país vecino que por necesidad socioeconómica se vea en la situación de ceder a las presiones de la economía capitalista y abastecer su insaciable demanda por producto estupefaciente. México y Colombia, entre otros, son el resultado de la narcoadicción americana, que a su vez amenaza también a la destrucción de los EE.UU. (Hay una “justicia poética” – un resultado en el cual el bien triunfa sobre el mal por medio de acciones indirectas – en evidencia en ese proceso.)


La patología, (llamémosla de nuevo por su nombre en este caso – la estupidez) también está presente en la medida en la que el gobierno americano rehusó seguir las advertencias de sus propios analistas de inteligencia que previeron con bastante adelanto los desastres que se ocasionarían con el seguimiento del Plan Colombia y los resultados de la exaltación de los carteles narcotraficantes mexicanos: un oficial senior del Programa de Estudios de la Seguridad Nacional (National Security Studies Program) y comandante de la guardia costera de los EE.UU. en su reporte de inteligencia del 2001, titulado “Apoyo de los EE.UU. por el Plan Colombia: Pensando Reconsiderando los Fines y los Medios”[3] predijo claramente los resultados desastrosos del plan Colombia junto con el resultado del presente fomento de los carteles mexicanos. El documento además añade que si la idea del plan Colombia se ‘vendió’ al publico americano con la intención de reducir la disponibilidad de la droga en las calles de America entonces la intención fue o “ingenua o embaucadora”. Es decir, ya en el 2001 el reporte predijo tanto el fracaso del Plan Colombia en limitar, olvidémonos de eliminar, el tráfico de cocaína proveniente de aquel país, como el privilegio de gastar centenares de miles de millones de dólares del contribuyente americano para contribuir al auge de los carteles de narcotráfico mexicanos y la creación de un tremendo riesgo a la seguridad nacional de los EE.UU.


La patología también (no se sabe esta vez si maldad o estupidez) se encuentra en la vista gorda que dieron muchos, demasiados, oficiales americanos para permitir que los eventos del 11 de septiembre transcurrieran en absoluto. Por ejemplo, según un reporte del 1999, los escenarios probables de un ataque por parte de Al Qaeda en retaliación por el bombardeo americano de sus instalaciones en Afganistán en el 1998, incluían estrellar aviones contra el Pentágono, la Casa Blanca, o el Cuartel General de la CIA.[4] Y sin embargo, miembros conocidos de Al Qaeda fueron permitidos entrar a los EE.UU., e inscribirse y entrenar en escuelas de aviación. Por lo tanto, declaraciones de shock y sorpresa promulgados por todos los niveles del gobierno americano que siguieron los eventos del “9-11” eran o una expresión de ingenuidad (léase estupidez) o un intento de embaucar al público americano y absolverse de su complicidad en la tragedia por negligencia criminal (léase maldad). La existencia del reporte de inteligencia publicado con dos años de anterioridad afirma que el desastre se pudo haber evitado, niega la posibilidad de alegar ‘sorpresa’, y afirma la responsabilidad negligente por falta de acción preventiva.


La patología (estupidez y maldad) también se manifiesta en el hecho de que los EE.UU., que continúa acogiendo a toda una serie de movimientos fundamentalistas terroristas (angloamericanos) cristianos en sus propias fronteras, se olvida de que antes del “9-11”, el ataque terrorista de mayor devastación en territorio americano se llevó cabo el 21 de abril de 1995 y no por un grupo fundamentalista islámico, sino por uno cristiano anglosajón: Timothy McVeigh. Es conveniente señalar que el mismo reporte de inteligencia del 1999 que anunciaba el ataque de Al Qaeda, continúa con la tradición americana de no designar a estos grupos anglosajones cristianos como terroristas sino como “organizaciones de extrema derecha” ignorando así la ideología fundamentalista y la retórica netamente violenta y completamente comparable a los movimientos islamistas del oriente medio y de Asia menor.


En un mundo en el cual el acceso a armas de destrucción masiva ha sido cada vez más facilitado por los mismos ideales de libertad que tanto valoramos, el error de no reconocer el riesgo que nuestra patología neurótica (maldad y estupidez) presenta constituye una clara e inminente amenaza a nuestra supervivencia como especie. Si como individuos, instituciones, comunidades, naciones, o culturas, tenemos la esperanza de comprender las fuerzas que mueven a seres humanos a adoptar posiciones extremas – de maldad, de estupidez, o ambos – y de cometer atrocidades contra otros seres humanos, entonces no tenemos que ir más allá de nuestro propio temor a la muerte y de nuestro apego a seres y a dimensiones empíricamente no verificables, ya que es en aquellos mismos recesos de la mente humana, donde yacen ambos la capacidad y el deseo de la experiencia trascendente, donde encontramos la raíz de nuestra patología autodestructiva. Sin duda alguna, conforme nos examinamos profunda y honestamente desde el ojo del huracán concluiremos que hemos visto al enemigo – y somos nosotros.
por Shodai J. A. Overton-Guerra








[1] Imagínense si se pudiera clonar cualquier órgano, cualquier tejido, hasta el cerebro mismo y por implantación quirúrgica evitar la muerte salvo en caso de accidente graves – ¿qué serían de las “religiones de post-vida” que se basan en promesas efectuadas “después del hecho”? Simple: perderían su vigencia a favor de tradiciones existenciales que enseñan, como el Zen o como MAMBA, como lidiar con los agentes estresantes del aquí y del ahora, como atribuir significado propio a la vida, y la importancia de saber escoger una identidad y de tomar responsabilidad por quienes somos y por lo que representamos.
[2] El nihilismo “es una posición filosófica que argumenta que el mundo, y en especial la existencia humana, no posee de manera objetiva ningún significado, propósito, verdad comprensible o valor esencial superior” (Wikipedia).
[3] “U.S. Support of Plan Colombia: Rethinking the Ends and the Means”, Stephen E. Flynn, mayo 2001.
[4] “Who Becomes a Terrorist and Why: The 1999 Government Report on Profiling Terrorists”, Rex A. Hudson, página 15.

0 comentarios:

Publicar un comentario